Yo veraneaba en la acampada de la playa de Maro cuando conocí a unos alemanes recién llegados en sus motos de gran cilindrada.
Pronto nos hicimos amigos y pasamos todo el día compartiendo juntos cualquier cosa. Un día llegó una alemana muy rubia y grande, ignoro si era amiga de ellos o un familiar, y se quedó prendada de mí.
Por las noches en la acampada prendíamos una fogata y había reunión alrededor de ella, diversión y bebidas nunca faltaban, y supe que los motoristas alemanes se irían al día siguiente.
La alemana coqueteó conmigo y de alguna forma intentó llevarme a su lecho pero fue regañada por mi amigo Arno en un alemán incomprensible para mí.
Me daba la impresión de que eran hermanos o ya se conocían íntimamente por alguna razón. Me resultó extraño. No entendí qué pasó.
Dos años después estaba en la playa y aparecieron motoristas con sus resplandecientes motos.
Se quitaron los trajes de motoristas locos por darse un chapuzón y raudos corrieron al agua sin pensarlo saltando a palo, salpicándose ellos.
No los reconocí pero eran Arno y sus compañeros. Él sí me reconoció y se me echó encima abrazándome. Yo fui muy amable aunque no me acordaba de él en ese momento.
Al día siguiente seguí sin recordarlo. No importaba, yo me comportaba amablemente con muchas personas que conocí en la playa y con los alemanes compartía todo, bebida, comida, leña, como si no los conociese de antes.
Los días pasaron maravillosos hasta que un día Arno me dijo que venía Emma. Yo, que seguía sin acordarme de él, me quedé de piedra. No tenía ni la más remota idea de quién era Emma.
Por la mañana me encontraba al otro lado de la playa, cuando oí a una rubia que se acercaba rápido por la orilla y me abrazó besucona como hacen los familiares con los niños chicos que les provoca recelos y malestar.
Me sentí descolocado mirando fijamente los ojos de la rubia tan guapa y tan grande, una total desconocida, de mi misma estatura. Sus besos eran tan dulces y acaramelados que provocaría vértigos a un elefante.
La rubia desconocida no paraba de acariciarme y abrazarme, dándome besos tan tiernos que hubieran derribado al más pintado. Sorprendido, era incapaz de pensar con claridad, ni reconocerla ni recordarla. Yo llevaba una vida intensa de largos veranos de playa durante los que conocía a muchísima gente.
Yo seguí en las sombras tenebrosas tan temeroso hasta que un golpe de luz vino a iluminar mi memoria y recordé aquella noche de discusión en alemán incomprensible.
Casualidad o no, los motoristas alemanes se fueron al día siguiente. Ella se quedó en la playa conmigo y aquella primera noche me dejé seducir por Emma y nos amamos en su pequeña tienda de campaña.
Mareado por la estrechez y el calor, salí fuera para respirar el aire límpido de la noche. Le pedí a ella que saliera pero no quiso y yo no volví a entrar en la tienda de campaña porque me asfixiaba. Fuera me quedé dormido bajo la luz de las estrellas.
Por la mañana me había despertado y miraba el mar pensativo. No me di cuenta de que ella salió de su tienda de campaña hasta que se sentó a mi lado.
No hablaba español y yo ni una palabra de alemán ni inglés ni nada. Chapurrear se llama.
Nos vestimos y pasamos el día juntos vagando por el pueblo. No nos tocábamos. Algo pasaba.
Por la tarde nos sentamos en un parque y me enseñó una foto de su madre. Me dio algo de pánico. Parecía una forma comprometida mostrar fotos familiares tras un día juntos.
Experimenté un bloqueo que no entendía y me pareció que todo me daba vueltas. Seguíamos sin abrazarnos. A mí me pesaba mucho aquella discusión en alemán incomprensible que recordaba con temor. No me atrevía a abrazarla porque había algo en ella que me provocaba rechazo.
Ella me habló que quería conocer la Alpujarra y quedamos que por la mañana iríamos.
Aquella noche no nos acostamos juntos y a la mañana siguiente metimos todo en el coche cochambroso de ella para llevarla a conocer la Alpujarra granadina.
Cuando nos pusimos en marcha vi que había cometido un error yendo con Emma a la Alpujarra.
Tenía un perro pequeño muy fiero con muy malas pulgas que en cualquier movimiento me gruñía dando avisos como una serpiente de cascabel. Ella nunca lo sacaba del coche pero yo con mucho gusto le hubiera retorcido el pescuezo.
Por lo pronto había salido de mi zona de protección y confort y para empeorar las cosas intenté sacar dinero en la Caja de Granada en Capileira, donde estuvimos un día, y no me dieron ni una miserable peseta.
Yo tenía bastante dinero en mi cartilla de la entonces Caja de Ronda y según me dijo el cajero del banco, no me daban dinero porque llevaba muchos meses sin poner la cartilla al día, mi caja denegaba la operación. No habían máquinas proveedoras en aquellos pueblos pequeños por entonces.
A pesar de que el cajero llamó a mi entidad no me dejaron sacar dinero, se lo negaron y me dejaron sin poder invitar a comer a la alemana con la que intentaba romper el hielo.
Me quedé bloqueado con muy poco dinero en el bolsillo a más de cien kilómetros de distancia de la sucursal bancaria más cercana para poner al día mi cartilla.
Fue terrible!. Emma cada vez estaba más agresiva y a mí me hubiese gustado invitarla a comer para romper la frialdad que nos devoraba.
Nos fuímos a Trevélez y pasé un calvario entre ella y su asqueroso perro. Ninguna entidad bancaria me quería dar dinero porque la puta caja de Ronda lo tenía bloqueado.
No había ninguna sucursal a cientos de kilómetros a la redonda y no me atrevía a decirle a Emma de volver atrás para ir a Motril y arreglar mi problema bancario.
No sabía cómo salir de aquella situación. Por la noche la llevé a un bar del barrio medio y a ella se le cayó la máscara mostrando su verdadero rostro.
Cuando nos sentamos en una mesa, al rato ella se levantó para hablar con unos ingleses que se trajo a la mesa.
Madre, tía e hijo empezaron a burlarse de mí y a increparme intentando provocar una reacción violenta.
Aguanté mirando a Emma que sonreía burlona mientras el capullo inglés se pavoneaba en su idioma escoltado por su madre y su tía intentando fastidiarme.
Cuando nos levantamos todos, Emma caminaba a la vera de ellos. Hablaban y yo los seguía porque mis enseres, mi mochila y demás estaban en su coche.
Cuando llegamos a su coche, ella sacó mi mochila junto con mis cosas y las colocó en el suelo.
Le pregunté por qué hacía eso y ella respondió que necesitaba espacio para llevar a los ingleses al barrio de abajo para coger una habitación solo para ella.
Me entristeció sobremanera pero respiré cuando se fue con los ingleses en el coche. Me quedé un rato en aquel lugar cavilando lo que iba a hacer.
Después cogí la mochila y me la eché a la espalda, crucé las bolsas pequeñas y eché a caminar hacia el barrio de abajo.
Allí vi su coche en el aparcamiento pero ni un pelo de ella. Me senté en una de las mesas vacías de las terrazas de las fondas y los restaurantes cerrados ya a la una de la madrugada.
Estuve cerca de su coche un buen rato pensando en lo que iba a hacer. Ella ni se molestó en aparecer. Comprendí que me dejaba tirado.
A las una y media de la madrugada ya estaba determinado a moverme. Cogí todo mi equipaje y me lo eché a la espalda. Crucé al lado su coche con el puto perro sarnoso dentro y atravesé la plaza principal de Trevélez dejando atrás el aparcamiento y la zona de las fondas, y salí del pueblo caminando muy rápido.
Lo primero, poner la cartilla al día y desbloquear mi dinero. Tenía que llegar a Motril a más de cien kilómetros de distancia. Tenía que llegar a Órgiva a la hora para coger el autobús de Motril.
Cuando estaba cerca de Pitres, se detuvo en medio de la carretera un microbús privado que llevaba gente a Granada muy temprano. Me dijeron que subiese, pero yo les intenté explicar que no tenía dinero para pagarles, que el banco me había bloqueado la cartilla hasta que no la actualizara y no me dejaban sacar dinero, y me obligaban a ir a Motril.
En el microbús me dijeron que no me preocupase por eso y me hicieron subir. Me llevaron hasta Órgiva y cogí un autobús a Motril pero lo mismo fui tonto porque ellos iban a Granada que también hay sucursales de mi caja.
Una vez en Motril, fui a la caja y le entregué al cajero la cartilla para ponerla al día. El cajero me miró preocupado y me dijo que me sentase.
Estuve hora y media sentado mientras las cartillas se sucedían llenándose de actualizaciones y el cajero fruncía el ceño.
No dije nada. Suspiré sentado en un sillón cómodamente. Cuando la máquina terminó de rellenar cartillas, el cajero vino hacia mí y me regañó. Me dio instrucciones para que no volviese a estar meses sin actualizar la libreta. Me dió el dinero que le había pedido y por fin tenía dinero. Salí del banco y miré la Contraviesa. Detrás está Órgiva, Pampaneira y más arriba Trevélez.
No iba a subir. Dirigí mis pasos hacia el mar yéndome al camping de Salobreña para olvidar a Emma.
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