sábado, 7 de enero de 2023

Ana, la amante controladora del amor platónico de la playa Maro

Conocí a Ana un caluroso día de verano de 1989 en el bar restaurante Cuevasol y nos vimos de forma habitual en el camping de la playa tanto en invierno como en verano. 

Yo era un chico moreno y atlético seis años más viejo que ella y escasamente más alto.

Vivíamos en la misma ciudad a cuatro kilómetros uno del otro y la acampada donde nos conocimos dista de nuestra ciudad sesenta kilómetros en una zona de la provincia de Málaga de gran valor ecológico. 

En verano ella pasaba por la playa Maro algunos fines de semana. Yo vivía así en la tienda de campaña prácticamente todo el año y los últimos años acampaba en el cortijo de un amigo.

Recorría grandes zonas de Europa en invierno y en verano tenía Nerja y Maro durante al menos los meses de julio y agosto.

Aquella noche hacia ventisca y disfrutamos al lado del fuego bajo una sombrilla contándonos historias, acompañando nuestros sueños con buenos vasos de tinto de verano lo suficientemente fuerte para nublar la mente.

Ana solo tenía ojos para mí y yo para ella. Pronto me pegué a ella para dejarme atrapar por sus besos durante toda la noche.

Dormimos juntos dentro de mi saco de dormir y por la mañana el calor intenso y el bullicio playero nos despertó. 

A última hora de la tarde ella recogió sus cosas y volvió a la ciudad y yo seguí mi estancia en la acampada con el número de teléfono de ella en la mano. Me dijo que cualquier día la llamase.

La llamé a los pocos días, un jueves, y gasté todas mis monedas sueltas en la cabina telefónica para oír sin quererlo su desprecio. 

La oía por el micro darme explicaciones sin sentido de no venir a la acampada este fin de semana y cuando me quedé sin monedas la cháchara que me estaba infringiendo a través del teléfono se cortó y no la volví a llamar. 

Comprendí perfectamente lo que pasó. Sin duda no iba a venir porque no tenía ningún interés conmigo, así que la olvidé y aquella misma noche en la playa conocí a Micaela, una hermosa alemana que acababa de llegar.

El viernes del siguiente fin de semana, el autobús de la línea Málaga - Maro hizo parada en la puerta del Cuevasol y Ana bajó del vehículo mientras desayunaba con mi hermosa acompañante, me miró celosa arrojando su mochila contra el suelo.

Volvió a recoger la mochila y se fue directa para la playa. Lo siguiente que se le ocurrió fue hacerse la víctima contándole a un alemán de la acampada amigo mío un cuento amoroso en el que yo era su verdugo y ella mi víctima, la amante desesperada no correspondida.

Aquel alemán se tomó el cuento tan en serio que no se lo pensó dos veces antes de tomar la decisión personal de pedirle a Ana irse a vivir con él a Alemania. 


Por lo que me contaron, Ana se hizo la sorprendida, pero después pidió al alemán declararse delante de todo el grupo de amigos en la playa, o sea esperar a que yo estuviese en la playa en el grupo de amigos bebiendo en el merendero de El Tripa.

Me pilló por sorpresa. Hizo que el alemán se le declarara delante de todos. Miré a ambos extrañado sin salir de mi asombro y la oí aceptar aquel compromiso con una rara actitud.

Ana estuvo dos años conviviendo con el alemán hasta que rompió su compromiso.

Aquel mismo verano retornó a la acampada de la playa los fines de semana buscando sitio en el grupo de amistades con el que me juntaba. No se iba con otro grupo, venía donde estaba yo.

Apareció por la playa un amigo navarro, bajito y mucho más mayor que nosotros que trabajaba en el ayuntamiento de un pueblo cercano a Pamplona y se pegó a él como una lapa. 

No llevaba ni cinco horas que lo hizo declararse delante del grupo en el merendero. Nada más sentarnos en las mesas, Ana hizo que el navarro se le declarase y ella aceptar como si aquello fuera un juego.

No salía de mi asombro y comprendí que la puesta en escena estaba preparada por ella como también ocurrió dos años atrás.

Ana se fue a vivir con el navarro tres años hasta que un día cortó la relación y regresó a casa con su familia.

Era un invierno muy frío y aquel año no me había ido aún a ninguna montaña. Me acostumbré a ir por las tardes a tomar café al bar de un hermano mío en la zona de ocio de la ciudad y un día,
 rara casualidad, apareció Ana con sus amigas y se sentaron en una de las mesas de la terraza.

Hablando con mi hermano decidí iniciar una relación con ella y desde el inicio de aquellas salidas empecé a experimentar sus desequilibrios y paranoias. 

Era inestable y cualquier simple movimiento fuera de la atención hacia ella provocaba una actitud violenta y desagradable por su parte.


Una vez entramos en un bar para comer un campero y beber algunas cervezas y una vez  fuimos servidos sufrí una de sus agresivas puestas en escena. 

Me arrojó por la cabeza la bebida y me restregó por la cara el campero vaciando el bote de la mostaza y el tomate en mi cabeza. 

No le gustó que mirara a otras mujeres que pasaban por la calle. Los camareros y el dueño del local observaban sorprendidos esperando una agresión violenta por mi parte, pero no respondí a aquella agresión.

Fui al baño y me limpié. El dueño me trajo una toalla limpia. Salí del baño, pagué y me fui directo a la calle para volver a mi casa.

Ella salió tras de mí pidiéndome perdón y cuando llegamos a mi casa se desnudó intentando seducirme.

No fue la primera ni la única vez, porque en otra ocasión, siempre en público, sentados en una terraza empezó a insultarme, a acusarme de mirar a otras mujeres y no tener vergüenza.

Me escupió varias veces gritando, haciéndose la víctima mientras yo aguantaba otra de sus escenas en público.

En otro de sus prontos rabiando, me dijo que no quería volver a verme. Así que aproveché y desaparecí de la escena creyendo ella que volvería y me haría rogar.

Cavilaba en mi casa solo, pero hacía tiempo que lo tenía decidido: di por terminada la relación. L
a llamaría una última vez por teléfono. 

Hacía tiempo que yo sabía por qué ocurrían todas estas escenas. Ana buscaba una relación conyugal seria, pero yo no iba a subir de nivel con semejante tipeja.

Cuando la llamé por teléfono se hacía la víctima creyendo que me comportaría según sus caprichos como los otros hombres con los que estuvo. 

Creyó que le hacía una llamada de reconciliación para ser oficialmente novios. No mostró ningún atisbo cercano de pedirme perdón verdaderamente. Se creía mi dueña. 

Cuando corté la llamada fue para no volverla a llamar nunca más. 

A lo largo de todo un año y medio ella intentó por todos los medios que reconsiderara la situación. 

Usó al camarero del bar de mi hermano para que hablara conmigo y el individuo intentó darme lecciones. 

Se dejó ver por los alrededores del bar donde jugaba por las tardes al dominó en el momento que yo salía para volver a casa cruzándose en mi trayectoria, pero yo pasaba de largo.

Llegó el verano y me la encontré en la acampada. Me observaba y me vigilaba desde la distancia sin cruzar palabra, y vio cómo me hice amante de una extranjera con la que comencé a dormir por la noche en su apartamento. 

Ana, rabiosa, se hacía la víctima entre los campistas diciendo que yo era su novio, que rompí la relación porque era homosexual.

No obtuvo ningún resultado pero un día conoció en Málaga a un italiano bajito y desventurado, y consiguió un noviazgo.

Se lo trajo al pueblo para que yo lo viera como si a mí me importara con quién se relacionaba. Estuvo muchos días paseándose con él y la perdí de vista cuando cogí mi mochila y mi tienda de campaña y me fuí a los montes Pirineos.

Me alegré de no volver a verla.



Ana, la amante controladora del amor platónico de la playa Maro



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