Era una mujer con mucha humanidad, su marido era de lo peor del barrio. Bajito, engreído, abusador, ególatra, fascineroso, con una personalidad mediocre llena de todo tipo de traumas.
Ser hijo de un mando de la Guardia Civil le había librado muchas veces de la entrada en los calabozos por sus agresiones injustificadas a cualquiera que se atreviese a hablar a su mujer sin su permiso.
Las
palizas y las borracheras con su grupo de amigos eran su festín
semanal. De noche iban y escogían a cualquiera que encontraran por
la calle, incluso chiquillos, los que maltrataban y les pegaban sin
piedad.
Mantenía oculto que era un auténtico abusador.
En los bares le temían porque tenía connotaciones de cruzarse sus
cables cerebrales y dar una verdadera paliza a las víctimas de
turno.
Era un verdadero desquiciado que usaba varas de acebuche o la pinga de buey. Y lo peor es que siempre salía indemne porque su padre era muy amigo de gran parte de la oligarquía de aquellos tiempos de los años cincuenta y sesenta.
Su
grupo de amigos eran hijos de responsables de genocidio que llevaron
a cabo miles de crímenes y desapariciones durante la guerra.
Le
gustaban los coches de lujo y siempre tenía un amigo adinerado que
le prestaba alguno. Contaba que con la mujer recatada y aburrida con
la que tuvo que casarse nunca despegaría su amargada vida.
No
tenía hijos, pero si los tuviera, su mujer no tendría tiempo ni
para mariposear costuras con las amigas y vecinas del barrio. Creía
que sus hijos serían los más guapos de la ciudad. No como él, que
a duras penas alcanzaba uno sesenta y era feo, rechoncho y poco
agraciado físicamente, aunque con mucha fuerza.
Uno de
sus graves traumas era no parecerse en nada físicamente ni a su
padre ni a su madre. Por ello entraba en cólera muy violento cuando
alguien le insinuaba que lo mismo era adoptado y no hijo natural.
Aquel que se atrevía a decirle esas barbaridades, seguramente no tenía aprecio por su vida ni muchas ganas de vivir.
Una vez se abalanzó sin avisar sobre un individuo atrevido sin que nadie moviese un dedo y lo apalizó sin piedad dejando un rastro de sangre difícil de limpiar hasta que el individuo tuvo la suerte de presentarse la Guardia Civil.
Los
agentes detuvieron aquella paliza llevándoselo detenido, pero a las
pocas salía del cuartelillo limpio y brillante, camino de su casa a
donde apenas iba, para echarse en la cama bajo la mirada equidistante
de su silenciosa mujer.
No le afectaban los remordimientos
y cuando tenía suerte con los trapicheos, movía mucho dinero,
porque el trabajar como que no le iba mucho.
Se
sentía entonces muy señorito, vanagloriándose por aquello de la
estirpe de la que según él procedía. Padecía lo que la mona jefe
y a más de uno le había expresado que su verdadera vocación
hubiese sido ser sacerdote, pero sin ganas de santiguarse todo el
puto día.
Cuando el trapicheo le había ido bien, siempre
tenía un inmenso tufo a alcohol por el abundante ron de caña que
tomaba.
Repartía con su grupo de colegas y colaboradores las ganancias de aquellos barriles que cualquiera sabe de dónde procedían.
Se le veía contando el dinero de forma siniestra con desconfianza antes de repartir. Aquella casa y sus alrededores donde había tenido ocultos los barriles antes de venderlos parecía un recinto de campo de concentración.
De chiquillo lloraba cuando los niños grandes le pegaban sin tener la oportunidad de defenderse. Ahora el niño grande era él y se hacía lo que quería.
A
su grupo le compensaba, a otros les daba migajas. Eran como una
hermandad de hermanos en el grupo. No había primos, los primos eran
los otros, sus víctimas. Era el jefe en aquella especie de grupo de
delincuentes del pequeño mercado del estraperlo, el que organizaba y
tenía el mando.
Aquel negocio poco a poco fue creciendo
hasta convertirlo en un verdadero padrino con su banda de
emprendedores, señores que recorrían la ciudad haciendo del
trapicheo su negocio y de los negocios de otros su forma de dar
salida a su producto.
Había comprado una casa nueva mucho
más grande de dos pisos, en el mismo barrio. La vivienda estaba
arriba y allí en los bajos tenían un garaje donde movían los
toneles de curso ilegal que pasaban a legal. En una habitación
pequeña con una mesa redonda en el centro, a puerta cerrada, el
grupo tomaba decisiones a veces terribles.
Su
mujer andaba siempre angustiada porque no podía salir sin que sus
hombres la vigilaran. Prefería la otra casa donde su marido no iba
nunca, porque en esta, tan solo con salir a la calle, los ojos de sus
hombres y de todo el vecindario vigilaban sus movimientos. No tenía
intimidad.
Los vecinos trinaban, estaban muy quisquillosos
y malhumorados con los trajines de camiones en un calle tan pequeña.
Incluso los domingos había carga y descarga de toneles.
Ella
trataba de consolarse recibiendo en su casa a sus amigas a la hora de
la merienda. Tomaba en sus brazos a las amigas y las abrazaba
diciéndoles que su vida se había convertido en un infierno si antes
no lo era. No aguantaba aquella casa tremenda ni los miles de ojos
vigilando sus pasos. Pensaba coger lo necesario y irse con su
madre.
Aquellas palabras fueron oídas por su marido que
había subido a casa a darse una ducha y había estado oyendo lo que
decían en aquella habitación.
Aquella noche ella
apareció muerta en su cama. Nadie supo de qué había fallecido. No
estaba enferma. Solo que aquella noche su marido hizo una pequeña
fiesta en los bajos con sus muchachos y se ausentó durante cierto
tiempo indefinido. Cuando volvió parecía más alegre que cuando se
fue y la fiesta continuó durante horas.
El mafioso y sus
secuaces no se habían dado cuenta que la policía y la Guardia Civil
habían subido a los pisos de arriba por la puerta exterior de la
casa, que siempre permanecía entreabierta.
Avisados por la madre de la mujer que había ido a ayudar a su hija a trasladarse a su casa, habían accedido a la vivienda encontrando su cadáver magullado y retorcido, tendido en la cama con evidentes moratones y cardenales por la paliza que le había dado.