Apenas tenía poco más de un año pero lo percibió tan brutal que lo recordará en su mente para siempre.
Era
principio de los años 60 del siglo XX y fue la primera vez que fue
consciente. Sus padres discutían tan fuerte que posiblemente lo
escuchó todo el barrio. Su padre usaba la violencia mientras
empujaba a su madre a golpes una y otra vez echándola encima de la
cama.
Ella intentaba salir de ese rincón entre la
cabecera de la cama, la pared y el armario pero él era un hombre
experto y muy fuerte de 175 centímetros de altura mientras ella era
delgada y débil de 170 centímetros aproximadamente.
Él
había servido en infantería de Marina, sabía manejar un fusil o
cualquier otra arma. Ella había sido educada en los quehaceres del
hogar, zurcir, coser y remendar.
Su marido dominaba su vida y no la dejaba salir mientras él llevaba una vida mundana de trabajo y caprichos.
Era
un cocinero muy apreciado por la clientela de los distintos bares que
llegó a tener arrendados a lo largo de su vida y gustaba deleitar a
los clientes con su ensaladilla rusa, sus tortillas de patatas, sus
huevos al plato con guisantes y tomate frito, sus costillas de cerdo
y cordero hechas a la plancha acompañadas con sus patatas fritas,
pero se perdía por las mujeres y dejaba abandonada a su mujer por
muchas semanas sin pasar por casa.
En aquellos tiempos la
mujer había tenido su primer hijo y con solo un año vio cómo su
padre pegaba a su madre.
Los
gritos que percibió se oían en todo el vecindario de aquel barrio
con sus callejas y sus viviendas de los años 50, y aunque tenía
solo un año, aquello quedó grabado a fuego en su mente de niño en
su subconsciente y nunca lo olvidó.
Desde entonces se
mantuvo a una equidistancia de su padre. Este pasó por la cárcel
durante algunos años tras haber sido cogido in fraganti con un
cargamento de droga perteneciente a un grupo clandestino que nunca se
desarticuló.
Hablando un día con su tío, hermano de su madre, este llegó a contarle que hubo un tiempo que ella salió con otro hombre, un amante, de la misma forma que su padre salía por las noches presumiendo a la vista de todo el mundo con otras mujeres de más nivel social y glamour que su abandonada esposa.
El padre se enteró y la persiguió hasta que el amante y ella se separaron, entonces se le echó encima, la cogió de los pelos y la metió con violencia en su descapotable prestado por alguna de sus amantes, la llevó a la playa y allí en la oscuridad de los años 60 le metió una paliza.
Después
se arregló el traje y el pañuelo del bolsillo, salió de la playa y
se fue con el coche dejándola allí abandonada.
Por la
mañana la encontró la Guardia Civil malherida y delirante, la
llevaron de urgencia a un hospital, después localizaron al marido,
dueño y señor de ella en aquellos tiempos.
Cuando salió
de la cárcel tras cumplir condena por tráfico de drogas, no tardó
mucho en agobiarse y llegó el día que volvió a pegarle por
desobediencia a la mujer.
Por entonces todo había cambiado, ella podía tener cuenta bancaria y la libertad de echarse en los brazos de cualquier amante sin tener que dar explicaciones a su marido, e incluso optar al divorcio.
Algo
que también había cambiado es que su hijo no era un niño pequeño
sino un chaval al borde de los dieciocho años.
El marido percibió el peligro de aquel gallito en su propia casa, alguien que le iba disputar su hegemonía como cabeza de familia y en cuanto tuvo la ocasión empezó a pegarle a él también con el objetivo de someterlo.
Pronto comprendió que no lograría someterlo, lo vio en su mirada y esto le enfureció mucho más hasta que se dio cuenta que tenía que irse de casa por lo que pudiese pasar.
La
circunstancia le obligó a comprar un pequeño negocio de hostelería
creando una habitación en lo alto del local donde colocó una cama y
transportó todas sus cosas personales y no volvió a ir a su casa
nunca más.
Con la vejez tuvo necesidad de hacer las paces
con su hijo y quiso ser su amigo, pero se topó con el muro de la
equidistancia y el resentimiento, y a pesar de verse con asiduidad
semanalmente tomándose cafés juntos, nunca desapareció aquella
barrera insalvable de desconfianza que lo separaba irremediablemente
de su hijo.
Cuando
murió su hijo intentó derramar alguna lágrima imposible por su
padre, pero sabía que el intento de amistad de su padre era una
penitencia de la vejez, no era pedir perdón por todo lo malo que
había hecho.
Habían
sido padre e hijo y viceversa pero no hubo nunca un cariño verdadero
más allá de una amenaza latente.
Sin embargo cuando
murió la madre, sintió con todo su amor la pérdida de la única
amiga que había tenido en el mundo.
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